Ya he llegado en mi relato al objetivo del viaje, a Cabo Norte, ahora falta plasmar en letras quince días de regreso atravesando Finlandia, repúblicas ex soviéticas del Báltico, Polonia, República Checa, etc. Presento aquí un par de párrafos del borrador, a falta de correcciones, de ese relato en su página 103, unos kilómetros antes de conseguir llegar al destino del "límite de las carreteras européas". Valentín
El sol penetraba a través de mi indumentaria haciéndome creer que fuera de ella hacía calor. Después de tantos días de marcha, tanta humedad y tanto frío, la capacidad para percibir la temperatura es difícil, se hace necesario mirar continuamente el termómetro para saber cuál es la situación y no caer en la tentación de quitarte ropa y simplemente bajar la cremallera de la chaqueta para buscar un alivio. Supongo que cada persona tenemos una percepción del frío o calor diferente, en mi caso, a pesar de que en algunos momentos observaba en el termómetro que la temperatura superaba los 20ºC., no osaba aventurarme a beneficiarme del agradable fresquito que la marcha de la Vespino me proporcionaba, prefería seguir con el calorcito de las prendas de motero. En cualquier caso la temperatura era engañosa porque variaba constantemente, no era lo mismo circular a pleno sol que hacerlo en una zona de sombras y muchísimo menos en el interior de los túneles que era donde los valores se desplomaban hasta rozar los 7ºC.; si coincidía que el túnel era de lo largos, de más de 7 kilómetros, eso suponía estar dentro de ellos cerca de 10 minutos a más de 40 km/h., tiempo suficiente para perder todo el calor acumulado en los últimos tramos de sol y notar nuevamente la incomodidad del frío, así continuamente, por eso opté únicamente por bajar la cremallera apenas unos centímetros.
Entre frescos y calores yo seguía a lo mío, dando gas a la Vespino y fotografiando todo lo que se me ponía delante. En eso estaba cuando a lo lejos pude ver una bahía en la que permanecían fondeados varios barcos grandes, dos de ellos pude distinguir que se trataban de ferry o incluso de trasatlánticos que llevan turistas por las costas nórdicas, estaban lejos. Me di cuenta de que era un puerto natural a los pies de una localidad bastante grande, la mayor que había visto desde que abandonara Russenes. En ese momento no caí en la cuenta, pero poco después comprendí que aquellos buques estaban fondeados al abrigo del puerto natural de Honningsvåg, en la isla de Magerøya y que yo me encontraba junto a Ytre Kåfjord, a pesar de que el núcleo de población no estaba a la vista, se veía al otro lado del gigantesco brazo de mar esa parte de la isla.
Dos curvas después me hicieron entrar en razón y darme cuenta del lugar al que había llegado, ni más ni menos que al túnel que bajo el mar da acceso a la isla donde se encuentra el Cabo Norte. Me detuve justo en la pequeña cuneta desde la que se podía ver la gran boca del túnel. Seguro que a escasos metros desde donde se hicieron las fotografías que tantas veces había mirado y que habían servido para construir dentro de mi cabeza ese sueño que estaba llegando a su mejor momento. Saqué la Sony y obtuve la imagen que conocía como la palma de la mano, igual que la que kilómetros antes había obtenido a la entrada del ducado de NordKapp con el Mar de Barents al fondo. Aquí el cartel rezaba lo siguiente: NordKapp-tunnelen 6870 m. Debajo una placa indicaba la profundidad bajo el mar que tienen el punto inferior del túnel: 212 m.u.h., es decir, que me iba meter bajo toneladas de agua marina sin mojarme. Unos metros antes, al inicio de la curva y viendo ya la entrada, con tiempo suficiente para que quienes quisieran atravesar el túnel sabiendo que era de pago, había otro cartel que lo advertía de este modo: Bomstasjon Toll Plaza 8 km. Era fácil entender que el peaje estaba justo a la salida del túnel, pero antes de llegar a ese punto, en esos escasos 8 kilómetros, iba a disfrutar de una nueva experiencia que nunca antes había vivido.
Justo antes de entrar en el túnel, ya en marcha, mientras volvía a fotografiar la placa que lo anunciaba, apenas me fijé en dos ciclistas que venían en sentido contrario después de un buen rato casi en penumbra. Al ver la fotografía más tarde me di cuenta que los dos ciclistas también aparecían en ella. Hasta aquí todo normal, nada extraño, lo que ocurre es que eran (Pedro y su compañero) y al ver la banderita comenzaron a gritarme: ¡¡España, España…!!, apenas me dio tiempo a agitar la mano derecha que sostenía la cámara de fotografiar porque estaba a punto de introducirme en el túnel con el “cruisser” de la moto a medio gas. Por suerte, días después ya de regreso en tierras finlandesas, volví a encontrar a los dos ciclistas que efectivamente eran españoles. Fue un agradable encuentro en medio de un paraje inhóspito, con lluvia y con miles de mosquitos de testigos activos. Pero eso ocurriría más adelante, en aquel momento estaba metiendo la máquina de fotografiar en el bolsillo lo más rápido que podía para poder recuperar el control total de la moto, puesto que el “cruisser” me había metido en la oscuridad casi a 50 km/h.
Mucho había leído sobre aquel túnel. Todos los viajeros a Cabo Norte hablan de él, pero generalmente no entran en detalles porque lo realmente interesante se encuentra justo al otro lado. Sin embargo, posiblemente porque los kilómetros no se pasan tan rápido como en un vehículo, digamos, normal, para mí resultó ser como una atracción de feria para un niño. En 6870 metros iba a descender 212 bajo el mar. Con lo primero que me encontré al entrar, cuando la vista se fue habituando a la escasa iluminación, fue la indicación del desnivel, el 10%. La moto rodaba muy alegre, demasiado, teniendo que emplear los frenos como en los camiones cuando descienden un puerto de montaña para evitar alcanzar demasiada velocidad y luego resultar difícil pararlos. Así andaba, en cuanto subía la velocidad me agarraba a las manetas y tiraba poco a poco de ellas hasta que la Bella Durmiente cedía en su ímpetu. El asfalto era un poco rugoso con algún bache de vez en cuando, pero aceptable. Mientras pensaba aquello tan lógico de que si bajaba luego tenía que subir, me iba maravillando de la sensación casi irreal que producía un túnel tan largo en el que la carretera parecía esconderse en el techo y salir de él a medida que iba avanzando. Daba la sensación de estar bajando por una cuesta en el interior de una gran esfera y que de un momento a otro regresaría al punto de partida. Evidentemente no es nada más que la sensación que produce ese tipo de túnel respecto al que la pendiente es más suave y puedes adivinar el final porque la superficie está trazada en un mismo plano en el que se inicia el tramo a un nivel y finaliza en otro distinto, trazado en una recta de desnivel constante. Dicho de una manera más sencilla: es como un túnel trazado en línea recta en el que constantemente ves a lo lejos el asfalto que vas a pisar y otro túnel cuyo trazado es una amplia curva y no puedes ver más que el asfalto que va saliendo poco a poco según avanzas; la sensación es diferente. Pues en este que me llevaba a la isla Magerøya la carretera aparecía desde el techo. A esa sensación de feria y de irrealidad también contribuía la neblina que había en el interior que se iba haciendo más densa conforme iba descendiendo hacia esos 212 metros bajo el mar. También el termómetro ponía su grano de arena para dar ese punto gélido que tiene cualquier película de miedo.
No encontré a nadie por el camino. Los tres kilómetros y medio de bajada fueron rápidos, en apenas cuatro minutos llegué al fondo del túnel. El llano del final de la bajada era inexistente porque sin tiempo a la relajación comenzaba la subida. Esto era otra historia diferente, más fría y más lenta. El plano de la carretera seguía teniendo un 10% de inclinación pero ahora en subida. Moisés se había quedado helado en la bajada, como yo, por eso cuando metí medio puño de gas noté como si lo acabara de poner en marcha, ese sonido ronco y titubeante que tienen los motores cuando se están desperezando. Quité un poco de gas para que poco a poco fuese entrando en calor y se habituase al duro esfuerzo en esos más de tres kilómetros por una subida considerable. Creo que los carteles del 10% eran un poco optimistas porque el velocímetro apenas pasaba de los 15 km/h. Poco a poco fui dando gas sin que la velocidad aumentase de manera perceptible. Me estaba quedando tieso de frío y la carretera surgía demasiado despacio del techo del túnel, daba la sensación de que corriendo junto a la moto se podía ir más deprisa. Los focos de la iluminación no conseguían crear un ambiente suficientemente tranquilizador porque apenas llegaban más allá de lo que ahora ya era niebla en toda regla, incluso con la luz de la propia Vespino el suelo únicamente se adivinaba. Un lugar de frío y soledad que no invitaba a entretenerse en él.
Creo que estuve subiendo algo más de 12 eternos minutos hasta llegar a la claridad insultante de la salida del túnel. El sol contribuyó rápidamente a olvidar el último tramo porque sus rayos me devolvieron el confort perdido en el interior del túnel.
A poco más de 100 metros de la salida del túnel está el peaje de paso. No tuve tiempo ni de estirar las piernas y casi tampoco de resoplar después de lo que acababa de pasar, enseguida me encontré con la valla blanca y roja que atravesaba la carretera junto a una pequeña caseta de madera; asemejaba a los antiguos puestos fronterizos de las zonas alpinas. Pagué mis 70 KR noruegas y seguí mi camino. Ya estaba en la isla.
El sol penetraba a través de mi indumentaria haciéndome creer que fuera de ella hacía calor. Después de tantos días de marcha, tanta humedad y tanto frío, la capacidad para percibir la temperatura es difícil, se hace necesario mirar continuamente el termómetro para saber cuál es la situación y no caer en la tentación de quitarte ropa y simplemente bajar la cremallera de la chaqueta para buscar un alivio. Supongo que cada persona tenemos una percepción del frío o calor diferente, en mi caso, a pesar de que en algunos momentos observaba en el termómetro que la temperatura superaba los 20ºC., no osaba aventurarme a beneficiarme del agradable fresquito que la marcha de la Vespino me proporcionaba, prefería seguir con el calorcito de las prendas de motero. En cualquier caso la temperatura era engañosa porque variaba constantemente, no era lo mismo circular a pleno sol que hacerlo en una zona de sombras y muchísimo menos en el interior de los túneles que era donde los valores se desplomaban hasta rozar los 7ºC.; si coincidía que el túnel era de lo largos, de más de 7 kilómetros, eso suponía estar dentro de ellos cerca de 10 minutos a más de 40 km/h., tiempo suficiente para perder todo el calor acumulado en los últimos tramos de sol y notar nuevamente la incomodidad del frío, así continuamente, por eso opté únicamente por bajar la cremallera apenas unos centímetros.
Entre frescos y calores yo seguía a lo mío, dando gas a la Vespino y fotografiando todo lo que se me ponía delante. En eso estaba cuando a lo lejos pude ver una bahía en la que permanecían fondeados varios barcos grandes, dos de ellos pude distinguir que se trataban de ferry o incluso de trasatlánticos que llevan turistas por las costas nórdicas, estaban lejos. Me di cuenta de que era un puerto natural a los pies de una localidad bastante grande, la mayor que había visto desde que abandonara Russenes. En ese momento no caí en la cuenta, pero poco después comprendí que aquellos buques estaban fondeados al abrigo del puerto natural de Honningsvåg, en la isla de Magerøya y que yo me encontraba junto a Ytre Kåfjord, a pesar de que el núcleo de población no estaba a la vista, se veía al otro lado del gigantesco brazo de mar esa parte de la isla.
Dos curvas después me hicieron entrar en razón y darme cuenta del lugar al que había llegado, ni más ni menos que al túnel que bajo el mar da acceso a la isla donde se encuentra el Cabo Norte. Me detuve justo en la pequeña cuneta desde la que se podía ver la gran boca del túnel. Seguro que a escasos metros desde donde se hicieron las fotografías que tantas veces había mirado y que habían servido para construir dentro de mi cabeza ese sueño que estaba llegando a su mejor momento. Saqué la Sony y obtuve la imagen que conocía como la palma de la mano, igual que la que kilómetros antes había obtenido a la entrada del ducado de NordKapp con el Mar de Barents al fondo. Aquí el cartel rezaba lo siguiente: NordKapp-tunnelen 6870 m. Debajo una placa indicaba la profundidad bajo el mar que tienen el punto inferior del túnel: 212 m.u.h., es decir, que me iba meter bajo toneladas de agua marina sin mojarme. Unos metros antes, al inicio de la curva y viendo ya la entrada, con tiempo suficiente para que quienes quisieran atravesar el túnel sabiendo que era de pago, había otro cartel que lo advertía de este modo: Bomstasjon Toll Plaza 8 km. Era fácil entender que el peaje estaba justo a la salida del túnel, pero antes de llegar a ese punto, en esos escasos 8 kilómetros, iba a disfrutar de una nueva experiencia que nunca antes había vivido.
Justo antes de entrar en el túnel, ya en marcha, mientras volvía a fotografiar la placa que lo anunciaba, apenas me fijé en dos ciclistas que venían en sentido contrario después de un buen rato casi en penumbra. Al ver la fotografía más tarde me di cuenta que los dos ciclistas también aparecían en ella. Hasta aquí todo normal, nada extraño, lo que ocurre es que eran (Pedro y su compañero) y al ver la banderita comenzaron a gritarme: ¡¡España, España…!!, apenas me dio tiempo a agitar la mano derecha que sostenía la cámara de fotografiar porque estaba a punto de introducirme en el túnel con el “cruisser” de la moto a medio gas. Por suerte, días después ya de regreso en tierras finlandesas, volví a encontrar a los dos ciclistas que efectivamente eran españoles. Fue un agradable encuentro en medio de un paraje inhóspito, con lluvia y con miles de mosquitos de testigos activos. Pero eso ocurriría más adelante, en aquel momento estaba metiendo la máquina de fotografiar en el bolsillo lo más rápido que podía para poder recuperar el control total de la moto, puesto que el “cruisser” me había metido en la oscuridad casi a 50 km/h.
Mucho había leído sobre aquel túnel. Todos los viajeros a Cabo Norte hablan de él, pero generalmente no entran en detalles porque lo realmente interesante se encuentra justo al otro lado. Sin embargo, posiblemente porque los kilómetros no se pasan tan rápido como en un vehículo, digamos, normal, para mí resultó ser como una atracción de feria para un niño. En 6870 metros iba a descender 212 bajo el mar. Con lo primero que me encontré al entrar, cuando la vista se fue habituando a la escasa iluminación, fue la indicación del desnivel, el 10%. La moto rodaba muy alegre, demasiado, teniendo que emplear los frenos como en los camiones cuando descienden un puerto de montaña para evitar alcanzar demasiada velocidad y luego resultar difícil pararlos. Así andaba, en cuanto subía la velocidad me agarraba a las manetas y tiraba poco a poco de ellas hasta que la Bella Durmiente cedía en su ímpetu. El asfalto era un poco rugoso con algún bache de vez en cuando, pero aceptable. Mientras pensaba aquello tan lógico de que si bajaba luego tenía que subir, me iba maravillando de la sensación casi irreal que producía un túnel tan largo en el que la carretera parecía esconderse en el techo y salir de él a medida que iba avanzando. Daba la sensación de estar bajando por una cuesta en el interior de una gran esfera y que de un momento a otro regresaría al punto de partida. Evidentemente no es nada más que la sensación que produce ese tipo de túnel respecto al que la pendiente es más suave y puedes adivinar el final porque la superficie está trazada en un mismo plano en el que se inicia el tramo a un nivel y finaliza en otro distinto, trazado en una recta de desnivel constante. Dicho de una manera más sencilla: es como un túnel trazado en línea recta en el que constantemente ves a lo lejos el asfalto que vas a pisar y otro túnel cuyo trazado es una amplia curva y no puedes ver más que el asfalto que va saliendo poco a poco según avanzas; la sensación es diferente. Pues en este que me llevaba a la isla Magerøya la carretera aparecía desde el techo. A esa sensación de feria y de irrealidad también contribuía la neblina que había en el interior que se iba haciendo más densa conforme iba descendiendo hacia esos 212 metros bajo el mar. También el termómetro ponía su grano de arena para dar ese punto gélido que tiene cualquier película de miedo.
No encontré a nadie por el camino. Los tres kilómetros y medio de bajada fueron rápidos, en apenas cuatro minutos llegué al fondo del túnel. El llano del final de la bajada era inexistente porque sin tiempo a la relajación comenzaba la subida. Esto era otra historia diferente, más fría y más lenta. El plano de la carretera seguía teniendo un 10% de inclinación pero ahora en subida. Moisés se había quedado helado en la bajada, como yo, por eso cuando metí medio puño de gas noté como si lo acabara de poner en marcha, ese sonido ronco y titubeante que tienen los motores cuando se están desperezando. Quité un poco de gas para que poco a poco fuese entrando en calor y se habituase al duro esfuerzo en esos más de tres kilómetros por una subida considerable. Creo que los carteles del 10% eran un poco optimistas porque el velocímetro apenas pasaba de los 15 km/h. Poco a poco fui dando gas sin que la velocidad aumentase de manera perceptible. Me estaba quedando tieso de frío y la carretera surgía demasiado despacio del techo del túnel, daba la sensación de que corriendo junto a la moto se podía ir más deprisa. Los focos de la iluminación no conseguían crear un ambiente suficientemente tranquilizador porque apenas llegaban más allá de lo que ahora ya era niebla en toda regla, incluso con la luz de la propia Vespino el suelo únicamente se adivinaba. Un lugar de frío y soledad que no invitaba a entretenerse en él.
Creo que estuve subiendo algo más de 12 eternos minutos hasta llegar a la claridad insultante de la salida del túnel. El sol contribuyó rápidamente a olvidar el último tramo porque sus rayos me devolvieron el confort perdido en el interior del túnel.
A poco más de 100 metros de la salida del túnel está el peaje de paso. No tuve tiempo ni de estirar las piernas y casi tampoco de resoplar después de lo que acababa de pasar, enseguida me encontré con la valla blanca y roja que atravesaba la carretera junto a una pequeña caseta de madera; asemejaba a los antiguos puestos fronterizos de las zonas alpinas. Pagué mis 70 KR noruegas y seguí mi camino. Ya estaba en la isla.
Me gusta como escribes.
ResponderEliminarCuando lo termines avisa...